Hay algo que hermana todas las casas de los pensionistas, más allá de la ciudad, del idioma, de las ideas políticas: la mesa camilla para la tertulia de la sobremesa. La del salón de Antonia Vidal es una de toda la vida. Con su tapete. Para que se reúna la familia. Hoy se sienta con Quim Albiac, un amigo de siempre. “Yo la vi nacer en esta casa”. Eso fue en 1936, Quim tenía ya siete años y se acuerda. Dos octogenarios que el domingo votaron en su colegio electoral en Martorell.
Fueron a primera hora, claro. Como suelen hacer los jubilados cuando hay que ir a las urnas. Pero esta vez les adelantaron los más jóvenes. Cuenta Antonia que cuando llegó a las ocho ya había gente en el colegio. “Llevaban allí desde las seis de la mañana, por si estaban los guardias y no les dejaban meter las urnas”. Ella tenía el voto bien claro: “tres síes habría puesto”. Y como las mesas camillas también sirven de escenario de debates, los dos amigos se dan cuenta de que no están de acuerdo en esto. Quim, socialista desde joven, ni siquiera iba a votar el domingo. “Yo no quería, pero últimamente la forma en la que se puso Rajoy… al final dije: que se vayan a la mierda ya todos”. Por un momento, solo un momento, Quim pierda la sonrisa con la que ha llegado a casa de Antonia. Ella asiente. Y apostilla. “Es que han inflado a la gente y les han entrado ganas de votar. Y encima que viniera la policía”.
Se miran y se ponen a comentar las imágenes que vieron el domingo por televisión. Quim repite la palabra tremendo, como si al multiplicarla se tomara el tiempo para encontrar otras con la que explicar lo que le parece inexplicable. A su colegio de Martorell no llegó ni un guardia civil ni un policía nacional. Aunque sí el rumor de que aparecerían de un momento a otro. “A las doce nos dijeron: que viene la policía”, Antonia pone un poco de voz de urgencia, “y me fui. Mi hermana está con dos costillas rotas y estamos ya viejas para eso”.
Cuando fueron a votar se encontraron con muchos vecinos también mayores esperando pacientemente. “Pero no funcionaba internet”, Antonia pronuncia internet con la rotundidad de un millennial. Fue la escena que se repitió en muchos colegios de Cataluña. Jubilados haciendo cola con el bastón en una mano y en la otra su papeleta. Lo más previsores, con sillas plegables por si la cosa se alargaba.
Dice Antonia que en Cataluña se sienten como una gallina de los huevos de oro a la que no le dan suficiente pienso. Y como en toda conversación de mesa camilla, de todo buen jubilado, termina remachando el razonamiento con un refrán. Tanto va el cántaro a la fuente… “Ya sé que no vale para nada votar porque luego hacen lo que les da la gana”, añade Antonia, “pero yo voy para tocar la gaita”.
Doli Izquierdo también se acercó a su colegio electoral. No lo hizo ni para tocar la gaita, ni para votar. Fue por curiosidad. En el balcón del edificio donde vive en el Eixample ondea como en una isla una bandera española. No está en el piso de Doli, que cuenta lo difícil que se ha hecho expresarse en los últimos tiempos. A sus 84 años, trabaja como voluntaria y una compañera le ha confesado que la conocen como la que habla en castellano. “Con tantos años que llevo viniendo aquí y no saben que me llamo Doli? La verdad es que es triste. Muy triste”.
